A medida que los artistas avanzan hacia la senectud, naturalmente surge en los fans un contrariado debate interno: La aspiración utópica de la inmortalidad, se mezcla con la proximidad del retiro, la resistencia al mismo, el respeto eterno por la obra, el deseo de no dejar de encontrarse nunca con esas piezas, y la congoja ante la evidencia de que hay un fin próximo o, peor aun, necesario.
Al respecto, ha habido casos dramáticos, como el de Sandro, cantando conectado a un balón de oxígeno, o el de Camilo Sesto, un gigante que hoy se muestra apenas como un espectro al lado de su propia leyenda. ¿Cómo posicionarse ante ello? ¿Hay que conminar a la estrella a que dé un paso al costado? ¿Debe alentarse su voluntad de seguir en el ruedo, fingiendo que todo es perfectamente normal? ¿O sólo hay que decidir si se acepta o no la condición actual, para luego dejar de darle vueltas al asunto?
Afortunadamente, a los 77 años Roberto Carlos transforma ese debate en algo del todo innecesario. En su visita a Chile, con disco nuevo bajo el brazo, el brasileño evidencia una vez más su plenitud de condiciones, con un registro que se mantiene ajeno al paso del tiempo, y un despliegue perfectamente compatible con su repertorio y propuesta (aunque convengamos en que el hombre de “Detalles” nunca ha requerido hacer de ésa una de sus fortalezas).
Ante cerca de 11 mil personas que el domingo 21 de octubre llegaron a Movistar Arena, el cantautor desplegó esos himnos que ha acumulado durante décadas, y que le permiten solventar sobradamente las casi dos horas y media por las que se extiende su show, iniciadas con la presentación épica de una locución en off: “Señoras y señores, con ustedes, Roberto Carlooooosss!!!”.
Para entonces, más de una docena de músicos, que se agrupan en una orquesta de moral big band, llevan rato interpretando un mix con los más emblemáticos arreglos del brasileño, aunque con la entrada de éste se evidencia el desbalance: Los bronces suenan destemplados, la caja se entromete, y la voz del artista termina sumergida, batallando desde un completo segundo plano.
El problema se arregla parcialmente con el paso de los minutos, y así comienzan a sucederse los clásicos: “Qué será de ti”, “Cama y mesa”, “Detalles” (en portuñol), “Yo te propongo”, “Lady Laura”, “Cóncavo y convexo”, “El gato que está triste y azul”, y así suma y sigue.
Para la anécdota, queda el saludo al reciente álbum “Amor sin límite”, el primero de temas inéditos en español en más de dos décadas, con presencia remota de Alejandro Sanz y Jennifer Lopez vía pistas. Una colaboración en modo bajo presupuesto, apenas con una foto de los socios de turno en las pantallas laterales, movida que en algo bajó el pelo de una velada sencilla, pero emotiva y precisa.
El bajón definitivo, en tanto, no vino con el final, sino con la previa al bis, en el alargue de “Jesús Cristo” por los siglos de los siglos, amén. Ya lejos del micrófono, Roberto Carlos cumplió con el ritual de repartir flores al público. Todo bien con eso. Tanto, que buena parte de la audiencia en sectores preferenciales se anticipó saltándose el rigor de las localidades, para asegurar un lugar al borde del escenario.
Sin embargo, no se trató de cinco o seis florcitas, sino de decenas entregadas una por una de manos del artista, quien terminó por llevar el elástico a su máximo punto de tensión, mientras la orquesta ya tomaba la forma de un incómodo loop.
Bajo esas condiciones, un cuarto de los asistentes asumió el show como finalizado, y simplemente apuró el Éxodo. Los que se quedaron, en tanto, pudieron disfrutar de “Amada amante” y otras tres piezas. Fue su premio a la resistencia, tras sortear el escollo que impidió llamar a esta noche “redonda”, pero que en ningún caso borra sus atributos de fábrica: Emotividad, cercanía, prolijidad y nostalgia.